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La venganza de Dorothy Pérez

Esta vez no hubo tormenta política que la arrancara del cargo, ni vendaval mediático que pudiera silenciarla. La venganza de Dorothy no fue un rugido, sino un expediente generosos en cargo donde se mezcló a la rápida lo ilícito con lo impresentable.

Dorothy se cansó de esperar. Hundida en los pasillos de la Contraloría, ya no pudo más con los leones cobardes que la mandaban a pelear por ellos y luego recogían las medallas y los cargos como si hubiesen hecho algo más que esconderse. Se hartó de los hombres de hojalata sin corazón que repetían obedientes las órdenes superiores mientras dejaban a la intemperie a sus subordinados. Pero lo que realmente colmó su paciencia fueron los hombres de paja sin cerebros que las autoridades de turno instalaron para disimular sus faltas, sus vacíos, sus vergüenzas.

Se cansó de los enanos aduladores y de los gigantes con pies de plomo. Taconeó con la fuerza suficiente sus zapatos rojos para que el Mago —ese Mago de Oz de la institucionalidad republicana— al fin la escuchara. Y esta vez, lo hizo. Porque esta vez no hubo tormenta política que la arrancara del cargo, ni vendaval mediático que pudiera silenciarla. La venganza de Dorothy no fue un rugido, sino un expediente generosos en cargo donde se mezcló a la rápida lo ilícito con lo impresentable.

Le preocupó, con un sentido estratégico que nadie le conocía, ser una anécdota entre dos contralores hombres y de colegio particular no subvencionado. Y desató un huracán infinito que tiene a todas las oficinas y cuarteles, y no pocas consultas y centros médicos, revoloteando en el aire en estado de confusión patente. No sé si era su intención última, pero entre medio dejó al desnudo nuestra forma de trabajar —o de no hacerlo—, de entender el cargo y la responsabilidad. Algo que ya se podía adivinar al ver el centro lleno de transeúntes en plena hora laboral, o al analizar las cifras de productividad y los intentos más o menos improbables de las comisiones de cambiar nuestra manera de trabajar.

Para explicar ese mar de licencias quizás hay que volver a la misma Dorothy Pérez. Sintiéndose desplazada, poco vista, despreciada, enfrentó una larga pelea con el contralor Jorge Bermúdez. No era difícil adivinar en esa pelea componentes de clase y de sexo. El desprecio hacia la mujer y hacia los funcionarios de toda la vida sigue siendo palpable en un país donde los cargos públicos son también títulos de nobleza, marcas de hidalguía. Las oficinas, en ese sentido, son encomiendas —en el más colonial de los sentidos—, feudos donde el jefe se comporta como dueño y el empleado como un menor de edad. Un niño hasta los setenta años, que amanece con fiebre, lo suficientemente enfermo para que la mamá —que luego puede ser la esposa— decida que es mejor que no vaya a trabajar, que mejor consiga una licencia. Esa misma lógica colonial es la que lleva al marido a concluir que apenas gana para ambos, prefiere que la esposa se quede en casa cuidando a los niños, es decir, la hacienda.

Esa sensación colonial de que el trabajo es siempre un castigo, el jefe siempre un patrón, se une con los efectos secundarios de la modernización capitalista. “No es depresión, es capitalismo”, rezaba uno de los lemas del estallido. Ante las licencias mal miradas que alegan distintos grados de depresión, habría que decir: “No es mentira, es capitalismo”. Porque lo que antes ayudaba a atemperar el instinto colonial de escapar como fuera del encomendero, era justamente la sensación republicana de ser parte de un proyecto de país. Esa república liberal en ideas y conservadora en costumbres, que sabía —como casi dijo Carlos Dittborn— que “porque no tenemos nada, queremos todo”. La simple idea de que si yo no llego a la pega, otro —mi amigo, mi compañero, mi hermano— va a tener que hacerlo por mí. Que si no nos repartimos las responsabilidades, algunos se van a hundir bajo el peso del trabajo, y pocos van a quedarse con más de lo que merecen.

En un país de náufragos, la sensación de que todos tenemos que remar para el mismo lado para llegar a alguna isla habitable es lo único que puede salvarnos del instinto contrario de devorarnos los unos a los otros. Entre esos dos extremos, hemos preferido flotar guata al sol, a ver si algo pasa.

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