
La franja de las primarias nos llenó una vez más de amaneceres, banderas, niños corriendo. Supimos que Gonzalo Winter fue papá, que Carolina Tohá fue hija (como casi todos), que Jeanette Jara viene del pueblo, y que Jaime Mulet, siempre abrigado, usa bufanda verde incluso bajo el sol nortino.
Cada uno recorrió Chile como si fuera la primera vez que bajaban a la feria, y lo hicieron con cámara lenta y dron, que nunca faltan. Las historias eran propias, pero el guion era el mismo: convertir la biografía en argumento y la emoción en programa. Como si bastara haber sufrido para saber gobernar, o haber marchado para saber hacia dónde ir.
Las franjas dicen lo que pueden decir unos candidatos llenos de buenas intenciones que, sin parecerse mucho entre ellos, comparten más o menos el mismo sentido común. Ese que se repite frente al mar al amanecer o al atardecer: palabras como “esperanza”, “justicia”, “nuevo ciclo”, “crecimiento” o “Chile” dicho como si bastara el nombre para explicar algo.
El verdadero discurso no está ahí. Está en otra parte. Se juega en TikTok, en Instagram, un poco en YouTube, casi nada ya en Twitter. Ahí se forma —y deforma— la imagen de los candidatos, como un collage hecho de memes, lapsus, gestos extraños, hawaii (¿error tipográfico o referencia específica a un filtro?), canciones virales y un algoritmo sin piedad.
Ahí también Winter logró lo impensado: que se hablara de él no por lo que dice, sino por un chiste malo actuado peor. La embarazada (la muy buena comediante Karol Blum) que moja sus zapatos estilosos puede ser un error estético, pero no es un error político. El sketch no convence, pero circula. Y todo lo que circula, importa.
La duda, sin embargo, es otra: ¿eso se traduce en votos? ¿En confianza? ¿En algo más que cinco segundos de viralidad? Más eficaz —o al menos más creíble— parece la campaña audiovisual de Jeannette Jara, que sin alzar la voz ni intentar parecer otra, habla con naturalidad mientras limpia vinilos o acaricia a sus perros. No hay épica, ni impostación, ni trampa. Solo alguien que parece saber quién es y por qué está donde está. Su vocabulario no busca impresionar: busca hacerse entender. Su tono no seduce: acoge.
Jara es la única de todas las candidatas que proviene de la mezcla fundacional de chilenos: extremeños o andaluces con indígenas de cualquiera de los pueblos que aquí vivían. El resto —Tohá, Matthei, Winter, Kast, Kaiser— son hijos o nietos de inmigrantes. Tal vez eso explique su necesidad de dirigir el país que los acogió y su dificultad para comprenderlo del todo. Para ellas, Chile es un destino. Para Jara, como para la mayoría de nosotros, es una fatalidad. Un idioma, una forma de estar en el mundo, una textura mental que no requiere traducción. Jeannette Jara conecta con eso sin esfuerzo, sin afectación.
Tohá ha logrado salir de la armadura que le imponía la ministra Tohá. Por primera vez en años, aparece no solo como autoridad, sino como persona. Jara, en cambio, parece no haber sido nunca ministra de este gobierno. No es que esconda su pasado —ni ese pasado en particular—, pero decide no mostrarlo. Su pertenencia al PC es evidente, pero sus dirigentes brillan por su ausencia. Incluso Jorge Baradit, que parecía llamado a ser su vocero estrella, ha desaparecido del cuadro como si nunca hubiera sido parte de la apuesta.
En la franja, Jeannette Jara promete sin prometer, miente sin mentir, y lo hace con una destreza que muchos infieles de ambos sexos conocen bien: omite. Lo hace con habilidad. Con genialidad, incluso. Se ríe del viejo mito anticomunista de que los comunistas se comen a las guaguas, y en lugar de desmentirlo, lo subvierte: convierte a un bebé de mechón blanco en su vocera. Llega más lejos: el bebé habla con su voz, dice lo mismo que ella diría: una mezcla de sentido común casero, promesas arriesgadas, y una gentil hostilidad que en boca de un recién nacido se vuelve entrañable.
Ese parece ser el verdadero objetivo de su equipo: no ganar una primaria, sino un afecto. Hacerla querible. Lo suficientemente querible como para olvidar lo esencial: que ganar la presidencia en primera vuelta siendo comunista, contra cualquiera de los candidatos de derecha, roza lo imposible. Pero eso no impide el intento. Porque la batalla no es contra los rivales de la papeleta, sino contra el olvido.
El inconveniente de su estrategia está justamente en su fuerza. Hija del partido más antiguo de Chile, heredera de una historia de lucha, de sacrificio, pero también de no pocas confusiones —por no decir errores profundos—, Jeannette Jara aparece sola, voluntariamente sola. Y ese gesto, que la vuelve entrañable, puede terminar agotando su encanto en sí mismo. Porque no basta con ser querida, ni siquiera con ser auténtica. La política, como la historia, no se escribe sola.
El riesgo es claro: creer que basta con ella, cuando el país le exigirá más que simpatía y ternura. Le exigirá alianzas, redes, gestos hacia el poder real, ese que se gana no solo en la calle o en TikTok. Ella lo sabe mejor que nadie, aunque hoy parezca obligada a olvidarlo.
Jesús no habría sido Jesús sin discípulos. Y uno de ellos —Saulo—, que ni siquiera lo conoció, lo inventó.
¿Quién será el Saulo, el Pedro, el Santiago de Jeannette? Eso aún no lo sabemos. Está claro, en cambio, quién postula a ser su Judas. Un dato solo: no vive en Recoleta, pero es como si viviera.